
Más allá del piloto automático: el regreso al asombro
Hay días –quizá la mayoría– en los que el mundo se vuelve un fondo borroso.
Todo sucede, sí, pero pasa por nosotros como si fuésemos cristal: vemos, oímos, tocamos… y, sin embargo, no nos detenemos a sentir.
Hasta que, de repente, algo se quiebra:
una luz atardeciendo entre los edificios,
el vapor que se eleva de la taza,
el temblor mínimo de tu propia respiración.
Un segundo.
Eso basta para que la realidad se abra como un relámpago y lo cotidiano reclame su magia.
Ese instante se llama asombro.
Cuando nada es “normal”
El asombro no es épico.
No necesita auroras boreales ni viajes a la otra punta del planeta.
Sucede, precisamente, cuando dejas de exigirle al mundo que sea extraordinario y, en cambio, lo miras como si nunca lo hubieras visto.
Hay un término zen para esa actitud: shoshin, la mente del principiante.
Es la mirada que no se satura, que no presume de saber, que no corre a etiquetar.
La que observa el café como si fuera el primer café de la historia.
La que palpa el latido del pecho con la sorpresa de quien acaba de descubrir que está vivo.
Quitar ruido para que aparezca el milagro
No es que la vida haya dejado de ser fascinante;
es que la cubrimos de capas y capas de estímulos hasta adormecerla.
Pantallas que se suceden.
Listas que nunca terminan.
Pensamientos que viajan tres días por delante.
Prueba esto: apaga todo.
Sujeta esa taza con las dos manos.
Observa el remolino que hace el líquido, la huella de calor en la cerámica, el aroma intentando escaparse.
Déjalo ser el único acontecimiento del universo durante un minuto.
Descubrirás que el asombro no estaba lejos; estaba sepultado bajo la distracción.
“Quien sabe contemplar lo mínimo, está preparado para lo infinito.” – Frase atribuida a Chuang-Tzu
Ocupa tu lugar, abre tu espacio
El asombro no es pasividad; es apertura.
Para abrirte, necesitas ocupar tu lugar: sentir tu cuerpo, tu centro, tu voz.
No para imponerte ni para brillar a la fuerza, sino para habitar la vida en toda su amplitud.
Cuando te contraes (por prisa, por miedo, por costumbre) tu campo visual se estrecha: sólo ves problemas, urgencias, fallos.
Cuando te expandes –respiración profunda, hombros atrás, mirada que se alza– algo se ensancha dentro y fuera: aparece hueco para lo inesperado, para lo bello, para lo tierno.
Empieza por lo mínimo:
Camina sin auriculares durante cinco minutos.
Mastica lentamente la primera comida del día.
Siente el pulso en la yema de los dedos.
No necesitas más. El asombro hará el resto.
Aceptar el milagro que ya existe
La mente ansiosa pregunta: ¿y qué gano con esto?
La respuesta es abrupta y sencilla: ganas la vida que se te estaba escapando.
Porque cuando te permites asombrarte:
El pasado pierde volumen.
El futuro afloja sus garras.
El presente se vuelve suficiente.
No es magia; es presencia.
No es escapismo; es aterrizaje.
Práctica para hoy
Elige un objeto cotidiano (una llave, una fruta, un bolígrafo).
Siéntate en silencio con él durante 90 segundos.
Obsérvalo como si nunca hubieras visto algo igual: color, peso, temperatura, olor.
Deja que la mente del principiante haga su trabajo.
Después, pregúntate: ¿qué pasaría si mirara así a mi pareja, a mi hijo, a mí misma?
Cierra los ojos, ábrelos de nuevo
El asombro es una puerta giratoria: entra la curiosidad, sale la prisa.
No exige logros, no premia rendimientos.
Simplemente te devuelve a casa, al epicentro de tu experiencia.
Así que hoy, detente. Respira. Abre los ojos un poco más.
Permite que la vida –tal y como es, ahora mismo– vuelva a sorprenderte.
Porque, como escribió Josef Pieper,
“Sólo quien sabe maravillarse se vuelve verdaderamente capaz de contemplar.”
Que el asombro te encuentre disponible.
Que la realidad, al fin, vuelva a deslumbrarte.
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